Septiembre y sus cosas

Septiembre llegó sin avisar y ya está a punto de marcharse. Esta época del año es siempre momento de transición: del verano al otoño, de las vacaciones al nuevo curso… Con la llegada de septiembre se cierra una etapa, y con su marcha, se abre una nueva. Septiembre, para mí, siempre ha sido un mes en el que han ocurrido cosas bonitas, y este, no ha sido menos: el pasado día 24 se cumplió un año de nuestra mudanza a este paraíso que es Galicia, y esta semana se cumple también un año desde que comencé a ganarme la vida de forma autónoma con la que es mi mayor pasión: la docencia musical.

Este año, mi septiembre comenzó saliendo de casa junto a tres personitas maravillosas y con la mochila a cuestas, en dirección a Santiago de Compostela. A pesar de que ya lo había hecho antes en dos ocasiones, esta ha sido, con diferencia, la que más he disfrutado y la que más me ha hecho reflexionar. Dicen que el Camino te cambia la vida. Yo no lo veo así. El camino te cambia la forma de ver tu propia vida. Te enseña a valorar momentos cotidianos aparentemente tan insignificantes como sentarte, descalzarte, darte una ducha y, perdonad que me ponga escatológica, ir al baño. Nos hemos acostumbrado tanto a estos actos cotidianos que ya no valoramos el placer de sentir el agua caer por todo nuestro cuerpo, el aroma del gel limpiando nuestra piel, secarnos con toallas que todavía huelen a suavizante y utilizar un cuarto de baño limpio… Estas actividades nos resultan tan cotidianas que tratamos de hacerlas lo más rápido posible para que no nos quiten tiempo de productividad. ¿Productividad? ¿Productividad para quién?

Durante los seis días que estuvimos caminando una media de 20 km diarios, nada importaba más que el propio camino. Un paso tras otro, hablando o en silencio, cantando o riendo, con frío o con calor, con lluvia o sin ella. Compartir el momento de quitarnos las botas llenas de barro sin poder evitar onomatopeyas de verdadero placer al sentir los pies liberados al fin. Sentir cómo una simple ducha consigue que vuelvas a nacer, y cómo tus piernas (y tu nariz) te agradecen un ligero masaje con aceite de romero.

El Camino me ha enseñado la importancia de dar valor a todo lo que poseemos y a todo lo que vivimos; a pararme en seco y observar lo que me rodea, sentir, reflexionar y preguntarme “¿cómo estoy?, ¿cómo me siento y qué necesito? ¿Cómo están las personas que tengo a mi lado?”. El Camino fue tan bonito que llegar a Santiago de Compostela fue lo de menos. Tanto, que sentí, y sé que todos lo sentimos así, una pequeña decepción al entrar en la plaza de la catedral. Sinceramente, no sé lo que esperaba sentir. ¿Alivio, euforia, satisfacción? Sin embargo, solo sentí que ya se nos había terminado el viaje, y supe que todos nos sentíamos igual cuando, no habiendo transcurrido ni dos minutos de nuestra llegada, alguien dijo “Bueno, pues ya está. ¿Nos vamos a comer?”. Y todos estuvimos de acuerdo. Y nos comimos la segunda mejor tortilla de patatas que he probado en mi vida (la primera es la de mi querida Elena).

Durante este viaje, también he estado reflexionando acerca de mi conexión con esta preciosa tierra que es Galicia. Por qué siento que este es mi hogar. Por qué cuando voy en el tren y veo que el paisaje comienza a cambiar y se vuelve cada vez más verde, me siento indescriptiblemente feliz, y por qué me siento tan atraída hacia esta hermosa cultura. La verdad es que no he llegado a ninguna conclusión, pero sí he recordado que este sentimiento quizás me venga de lejos.

De pequeña, me fascinaba la música celta: las gaitas, la percusión, las flautas… esas escalas modales tan misteriosas y enigmáticas. Mi padre escuchaba mucho Gwendal, y a mí se me ponían los pelos de punta cada vez que sonaba su “Jiga irlandesa” (la música irlandesa y la gallega son muy parecidas). Los castillos, monasterios, conventos y demás construcciones medievales me fascinan desde siempre. Recuerdo un viaje a Irlanda que hice con mis padres y mi hermano pequeño, en el cual los freí a los tres a ver castillos medievales (bendita paciencia la suya). Pensar cuántas vidas han pasado por ahí, cuántas historias han vivido esos muros… ¿no es alucinante? Los días lluviosos siempre me han encantado: el halo de misterio del cielo gris, el característico olor de la lluvia, el sonido de las gotas en los cristales. Y, sobre todo, el verdor. El color verde impregnándolo todo. Me llena de vida. Galicia está llena de todo esto. De música, de misterio, de nostalgia, de verde, de agua, y de vida.

Quizás estas reflexiones no signifiquen nada, pero me han ayudado a entender por qué me siento tan feliz aquí y por qué siento que este es mi hogar. Y esta explosión de amor a Galicia es la que ha inspirado mi nueva composición, que espero poder publicar esta semana.

Como he dicho antes, esta semana se cumple un año desde que inicié este proyecto. Aunque la vida de autónoma es, a veces, algo incierta, y siempre existe una pequeña preocupación omnipresente hacia el futuro, he de decir que estoy muy satisfecha y muy contenta de poder ganarme de esta forma. Creo que lo más importante es que una misma valore su trabajo y su esfuerzo pero, cuando te das cuenta de que los demás también lo valoran, lo aprecian y lo solicitan, se siente un torrente de energía y autoestima incontrolable (y más cuando de ello depende mi sustento).

Eternamente agradecida por todo lo que estoy viviendo, me despido por esta vez.

¡Hasta la próxima!

Gracias por leerme

❤️

Conchi Martínez

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